El horizonte venerable de un Rocket

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Paola Andrea Escobar Guevara

Nota del editor

Inspirado en la vida de Manuel Rocket, un hombre que, al recibir una noticia devastadora, dejó atrás su Nicaragua natal para emprender un viaje en busca de paz y esperanza en la tierra prometida de Panamá.

Aquel día, el sol brillaba como nunca, y me sentía embelesado por la fresca brisa. De repente, fui sacado de mi ensueño por el sonido insistente en la puerta. Al abrirla, me encontré con un hombre que me trajo una de las noticias más impactantes de mi vida: había sido seleccionado para cumplir el servicio militar.

Soy Manuel Rocket, descendiente de Leonardo Rocket, y tengo veintisiete años. Aunque mi estatura es algo baja, mi piel trigueña y mis ojos negros almendrados destacan. Mi historia comienza bajo el rígido régimen de Nicaragua, un país gobernado con mano firme por el presidente Daniel Ortega desde 2007. La fortaleza de este líder se basa en una red de control, donde el poder se ejerce con la represión y el silenciamiento. He sido testigo de esta violencia a lo largo de mi vida, que desearía poder borrar de mi mente.

Por un momento, el aire dejó de llenar mis pulmones y todo se volvió borroso. Intenté respirar, pero parecía que había olvidado cómo hacerlo. Este temor se remontaba a una herida profunda de mi infancia: la muerte de mi padre en un intercambio de balas mientras servía a su país. Aún estaba tratando de asimilar esa pérdida.

Desesperado, corrí en busca de ayuda hacia alguien en quien confiaba: mi amigo, el mecánico. Al llegar, le conté todo, y como esperaba, me ofreció una solución. Me sugirió que lo acompañara a la República de Panamá, a donde se mudaría pronto, para trabajar con él en su taller mecánico. Acepté, anhelando una vida mejor y queriendo escapar de la situación en mi país. Esto marcó el inicio de mi camino hacia la felicidad. Me despedí de mi madre y de mis dos hermanos, y partí hacia lo que sería mi nuevo hogar.

Con el peso de mi maleta sobre los hombros, caminé hacia el taller de mi amigo. Partimos en su vehículo rumbo a la tierra canalera. La larga travesía representaba un gran desafío: debíamos recorrer terrenos difíciles y cambiantes, cruzar fronteras internacionales e incluso sortear posibles restricciones migratorias.

Después de veinte interminables horas, finalmente llegamos, y pude vislumbrar todas las oportunidades que no tenía en mi tierra. Nos recibió la señora Mirella Garrido, madre de tres hijos, a quien le brindaríamos servicios mecánicos a cambio de dinero y alojamiento en pequeños cuartos. Desempaqué mis maletas y me instalé para comenzar mi nueva rutina.

Mis días comenzaban dando gracias a Dios. Siempre llegaba temprano a mi trabajo y, en mis ratos libres, solía saludar a la señora Elsa Santana, madre de Mirella.

Como de costumbre, me encontraba de visita cuando mis ojos se fijaron en una joven de piel canela, ojos pequeños y cabellera azabache. Era la hija de la señora Mirella, su nombre era Denia. Nuestras miradas se cruzaron y, como si fuera un hechizo, mi corazón comenzó a latir más rápido de lo normal, y una sonrisa apareció en mi rostro sin que lo notara. Sin dudarlo, me acerqué para hablar con ella y fui recibido con un dulce gesto.

Desde ese momento, mi vida cambió para mejor. Denia y yo nos fuimos conociendo más, iniciamos una relación y, finalmente, nos casamos. Mi corazón danzaba al ritmo de un sueño hecho realidad.

Ha pasado el tiempo, y no me arrepiento de la decisión que tomé en aquel momento. A lo largo de este viaje, he conocido personas que ahora ocupan un lugar muy importante en mi vida. Llegué como un forastero y encontré un nuevo lugar al que llamar hogar.

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