Un trayecto de impotencia

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Jhosenith Raquel Arenas Ramos

Valeria Toyo, una chica de cabello castaño, cejas pobladas y ojos cafés con una mirada algo reveladora, pero sin perder su aura de misticismo absorbente, nunca imaginó que podría aborrecer algo más que la sandía. Sin embargo, ahora también detestaba la amarga situación de pobreza, inseguridad y desigualdad que la obligaba a abandonar su tierra, Venezuela, donde sus habitantes buscan entre los fragmentos del ayer la abundancia y esplendor de tiempos pasados.

Como mal presagio, un amanecer denso apenas mostraba pequeños matices de lo que parecía ser un triste día en la ciudad de Coro, Falcón, en la zona paradisíaca de Venezuela. Valeria, de doce años, degustaba junto a su abuela unas exquisitas cachapas con queso y una apetitosa chicha andina que su Tata había preparado con mucho esmero. Con cada bocado, la hora de partir se acercaba inexorablemente.

Alrededor de las ocho y cuarto, la niña se encontraba lista para dejar atrás su hogar, tratando de llevarse en una diminuta maleta todos los recuerdos que quedaban en esas cuatro paredes, que no eran simplemente muros. Ahí estaban su padre y sus abuelos, con quienes había compartido memorias inigualables. Ahora, con un incómodo dolor en el pecho, se despedía de ellos para unirse a su madre, quien la esperaba ansiosamente en un nuevo país.

Como citó en su momento el conocido físico y teólogo Isaac Newton en su tercera ley: "La única forma que conocen los humanos de llegar a alguna parte es dejando algo atrás". Esta joven de tan corta edad podía certificarlo. Aunque estaba consciente de que el sacrificio era necesario, la mudanza no la satisfacía del todo, pues no quería despedirse del terruño que la vio nacer.

El periplo comenzó por carretera, desde Falcón hacia Caracas, con destino al Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar. Debido a que el mundo seguía bajo la sombra del COVID-19, la travesía resultó más difícil debido a los peajes y los controles sanitarios. El viaje se retrasó siete horas, durante las cuales hubo momentos de extremo calor, llantos incontenibles y ciertos reproches hacia su abuela, quien trataba de sonreír para ocultar su tristeza. Con las piernas entumecidas y el rostro abatido, llegó el momento de abordar el avión con destino a la moderna ciudad de Panamá.

Antes de embarcar, presenció uno de los momentos más frágiles y melancólicos de su vida: la despedida de sus abuelos, un adiós cargado de impotencia y esperanza por un pronto regreso.

Luego de dos horas que parecieron eternas, con un par de lágrimas amargas recorriendo su rostro, la chica desembarcó en el país que prometía una mejor vida. No obstante, era solo el comienzo de una complicada odisea, llena de emociones mixtas: desde el rechazo por ser extranjera hasta la aceptación de sus compañeros de clase, entre los cuales encontraría amistades extraordinarias.

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